domingo, 21 de agosto de 2016

Intolerancia

«A ver, ¿qué hago?» dijo con la misma naturalidad de la que hacía gala cada día gastado en el trabajo. Como si no llevara haciendo lo mismo, de manera intermitente (pues era fija discontinua o así se me presentó un día), cuatro putos años en aquel sótano iluminado con luz artificial del que se servía el hotel para disponer el desayuno a sus ricos huéspedes.
Hacía tiempo que me había acostumbrado a la grandiosidad de sus espacios diáfanos; el olor dulzón que lo impregnaba todo me había dejado ya ciego el olfato, pero para compensar, un nuevo sentido había aflorado en aquel tiempo. Un sentido que parecía encenderse en cuanto fichaba por la puerta a las seis y pico de la mañana y que me mantenía atento a cualquier gilipollez del personal que conformaban los trabajadores. Ese "a ver, ¿qué hago", lejos de pasar desapercibido, era como una pedrada a la inteligencia de cualquiera; de cualquiera que la tuviera.
Luego ya sí, saludaba y daba los buenos días. Pero quedaban flotando, haciendo de compañero de baile al asqueroso olor almizclero que supuraba por las paredes. Desde luego no iban dirigidos a mí, pues mi sentido arácnido reaccionaba a la mínima estupidez manteniéndome ajeno a la subnormalidad reinante. Para mí no había más que subnormales contentos por verse esclavizados a puñado de euros la hora por satisfacer las necesidades de otros subnormales de la misma estirpe que sólo se diferenciaban de los primeros por su fortuna. Fortuna como capital montante y sonante y fortuna como suerte divina que les había propiciado su posesión como venida del cielo.
Del cielo parecían provenir la mayoría de privilegios con los que aquí abajo muchos subnormales se regocijan. Por suerte para mí, en aquel sótano modernista, Dios no tenía cabida. Tan ausente estaba en aquella estancia como en los vestuarios de las camareras de piso que más bien parecían una sucesión de imágenes sacadas de una novela de Émile Zola. Sin Dios que mediara en aquel mundo, uno no podría sino alegrarse de habérsele crecido un sentido más que le posibilitaba ejercer su función en aquel teatro sin mancharse demasiado el alma. Podría llamarse cinismo a ese nuevo sentido florecido; desde luego tenía mucha pinta de ello. La subnormalidad latente de la que hacían gala cada uno de los payasos con los que trabajaba me parecía un agravio personal. Tantos años de enseñanza desdeñando cualquier trabajo en grupo para acabar desempeñando un oficio denigrantemente grupal en el que la mierda de responsabilidad que teníamos bajo el brazo, ya ves, dar de comer y de beber a barrigas del todo plenas, se difuminaba a través de los uniformes a rayas. Visto así, ¿cómo es posible que saliera todos los días con la bilis saliéndoseme por la boca? La subnormalidad debía calarme inconsciéntemente transformándose al atravesar mis poros en ridiculez. Me veía como una marioneta de precarios hilos y brillo de odio en los ojos. Enardecido de eficacia. Enajenado de soberbia. ¿Cómo era posible que sintiendo la más absoluta repulsión por el mundo y la parte que me había tocado de él fuera, en cambio, el más dinámico y efectivo de sus engranajes? ¿Cómo era posible que cada una de las más ínfimas payasadas que ocurrían en el devenir de la jornada laboral me supusiera un traumita con el que ir acompañado el resto del día?

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