viernes, 27 de febrero de 2015

Rabia. Sexo. Embotamiento mental.

Rabia. Sexo. Embotamiento mental.
Migas en el colchón.
Botellas vacías rodando por el suelo.

Un miembro entumecido, me estiro y choco contra el ordenador. Lo aparto de un golpe y me hago daño. Y me clavo la maraña de cables que lo separan del enchufe. Y me levanto bruscamente, y me cago en su puta madre. Y lo desenchufo de la pared, y tiro los cables a tomar por culo, y el cojín del sofá. Y pongo el ordenador bajo la cama, eso ya con cierta suavidad.
Y ya de paso me levanto a mear, y cierro aún más las contraventanas antes de que amanezca. Y vuelvo a dormirme en mi lado hundido y calentito de siempre. Y ya no hay nada más allá de mí mismo que me incomode. Y ahora ya sólo me incomodo yo. Y me duele todo. En todas las posiciones. Y pienso:
Disocio emociones para guardarlas en compartimentos estancos por practicidad.
Si se me pone dura me busco un polvo. Si me ablando saco a mano recuerdos de otra época en la que aún no me había endurecido.
Si me aburro echo en falta relaciones de otro tiempo que ya no será más. Y me echo en cara no dedicar tiempo a cultivar unas nuevas. Pero es que normalmente no me apetece.
Acabo llegando a la conclusión de que no me sale a cuenta el esfuerzo de combatir la pereza social durante todo el año para unos pocos días de tiempo libre y apetencia de risas y cervezas. Así que abro la pestaña de elpaís.com y lo leo, y me entretengo a lo Winston Smith leyendo los mensajitos del Ministerio de la Verdad que le iban llegando. Y sigo con eldiarioes, y cuando lo gasto abro público. Y sí, a veces toca elmundo, qué le vamos a hacer, pero es que ya me la he pelado y ya me he comido un yogur con bífidus.

Y recuerdo cómo es eso de quedar con gente. Y quedo y mi yo se abstrae y hace chas y aparece a mi lado. Y me mira y me critica. Y se mofa de mí diciéndome que qué hago con el pavo ese. Y mientras yo emito sonidos articulados como lo haría un fonógrafo orgulloso de su automatismo, él sigue observando con una mueca de asco en la boca. Que qué hago con ese pavo sigue diciéndome. Y consigue que me dé asco (yo, el pavo ya me lo daba; no necesitaba de mecanismos mentales elevados para darme cuenta de eso). Pero yo trago con eso y con más cosas. Pobre de mí si no hubiera aprendido ya a estas alturas de la vida a tragar.
Y ahí sigo, hablando de lo independiente que parece el subnormal con el que estoy compartiendo la mesa en la terraza de un bar. Lo mayor que es que se puso a trabajar con dieciséis años y lleva en Barcelona ocho, y ha vivido en una decena de pisos ya de lo independiente y mayor que es. Y que claro, que ya que trabaja, pues si quiere dedicar la mitad de lo que gana a comprarse ropa, pues que por qué no habría de hacerlo. Que él se lo gana y él se lo gasta en lo que quiere. Lo que pasa es que a veces tiene que pedir dinero a su madre porque no le llega. Pero también es mayor por pedirle dinero a su madre. Que es como muy de niñato el orgullo ese ridículo de no pedir ayuda. Que él lo pasó muy mal en Canarias y que pidió ayuda y que mira dónde está ahora. Con una gran sonrisa me lo decía y una pierna encima de la otra haciéndola bailar rítmicamente mientras con un gesto de autosuficiencia, condescendencia y amaneramiento pedía otra clara a la china que regentaba el bar.
A mi yo que me veía desde arriba debieron entrarle ganas de mear porque de mi boca salieron esas palabras excusándome. Y me bebí de un trago lo que quedaba de mi cerveza y me metí dentro del bar. Y pagué a la china del bar y salí por la puerta opuesta a la terraza en dirección a la estación del Bicing.

Y ya ves, recargando unas veces la pestaña de mi cuenta del banco, otras la de monUB, otras la de elpais en busca de más noticias y otras la de los geolocalizadores de las aplicaciones de búsqueda de polvos, se me pasa el tiempo. Porque es como un equilibrio exquisito. Porque leer no puedo; también cual fonógrafo leo. Leo con mi voz mental la sucesión de palabras mientras mi yo se me vuelve a poner al lado a mirarme tirado en la cama. A veces me trae recuerdos, ya ves, para entretenerme (la mayoría del tiempo para torturarme). Y otras sólo me mira y me juzga silenciosamente. Pero en sus ojos leo todo lo que me dice calladamente.
Él es quien me proporciona la barra en la que me mido. Los valores también los pone él. Y el peso que ellos tienen en función de su trillada experiencia y subjetividad. Siempre acaban pesando aquellos que, por exceso o por defecto, tengo atrofiados.

Yo es que conmigo nunca gano. Siempre juego pero nunca gano. Y a veces a uno le dan ganas de mandarme a tomar por culo. ¡Cómo no me voy a dejar! ¡Pero si es que me doy pereza!