lunes, 28 de septiembre de 2015

Ser y siendo.

No sé quién soy.

Me siento ajeno a la comunidad, a la especie y a mí mismo.

Hubo un tiempo en que vivía sustentado sobre fundamentos sólidos. Sobre valores aprehendidos a los que de forma automática e inconsciente di validez. La base de mis creencias constituían el hilo vital que me conectaba con el mundo y con el resto de formas biológicas de que está poblado. Amasijos bien definidos de células que funcionan autónomamente movidas por una fuerza vital que cada cuál ha tratado de definir con toda suerte de vocablos que evocan a conceptos etéreos.
Superestructuras mentales manejan mediante impulsos eléctricos esos cuerpos orgánicos. Partículas indivisibles -se creyó- hacen al mundo moverse. El autoconocimiento de la vida fue abanderado por un conjunto de esos cuerpos legitimado por un difuminado estado-de-ser que surgió de esas células nerviosas: la conciencia que crea individuos y al mismo tiempo comunidad de individuos. Un estado-de-ser que fue elevado desde los albores de su nacimiento a un reino del no-se-sabe. Al no-se-sabe sólo se puede acceder mediante fe. Uno de los infinitos matices que afloran de esa sustancia intangible, inodora, inaudible, insípida e invisible con la que a pesar de lo cual, solemos usar la palabra 'sentir' para referirnos al tipo de percepción que de ella se tiene. Nos sentimos a nosotros mismos, sentimos nuestra identidad y la de los otros.

Y el mundo se movía solo. Y yo me mecía en él. Me llevaba hacia ningún sitio acompañado del resto de errantes.
Usaba mi cuerpo de la forma en que parecía que debía. Cumplía riguroso con sus exigencias y necesidades, y observaba su desarrollo desde sí, pues mi yo emanaba de cada una de sus ínfimas partes. Mi conciencia constituía la voz en off que me dictaba la hoja de ruta que día tras día tenía que seguir. Un instrumento asombroso que hacía frente a cualquier contingencia que acechaba en cada momento y atacaba esa hoja de ruta de modo que continuamente había de modificar. Esas continuas modificaciones y restructuraciones... ese sistema de valores y prioridades que se configuraba con una rapidez vertiginosa, se enriquecía a base del mismo hecho de estar-vivo.
El manejo de las emociones y las pasiones que emanaban del cuerpo creaba un reto formidable para el hambre voraz de desarrollo y autoexploración que mi joven conciencia poseía. La simbiosis que parecía existir entre la cadena de mando y todo el engranaje molecular que dependía de ella era tan perfecta que se mantenía insensible a sí misma. Pero llegó un momento en que algo se rompió. Algo sumamente sutil e igualmente imperceptible hasta ese momento dejó de funcionar. Hubo un momento en que las partes se desligaron y empezaron a producir alteraciones en los inputs que hacían imposible su buena clasificación y procesado. Sus efectos supusieron un nuevo reto para mi conciencia que, en toda su inocencia creyó que no constituían otra cosa más que un nuevo estímulo que debía ser analizado en pos del proceso de autoconocimiento que inexorablemente ocupa su finalidad.

Poco duró esa inocencia.

Estructuras mentales análogas a la mía, entes biológicos conformados por el mismo tipo de células que el mío dispuestas de la misma forma en el ADN, me tomaron como sujeto del que hacerse cargo ante los efectos de las primeras anomalías que percibieron en mí. Aún hoy dudo de la legitimidad de aquella acción continuada durante un tiempo imposible de cuantificar con ninguna acotación de tipo temporal... La dimensión del tiempo fue lo que primero cambió.
Empezaron por reemplazar mis términos; los efectos se convirtieron en síntomas. Las anomalías, lejos de constituir una forma propia de personalidad, pasaron a ser diferenciaciones que había que enfrentar para transformarlas en las socialmente aceptadas y aceptables. Debían homogeneizar mi comportamiento de modo que casara con el del resto a fin de que encajara en el rol de sujeto consciente miembro de la comunidad de sujetos conscientes.
Se metieron dentro de mí a través de sustancias químicas que iban atenazando una a una las conexiones neuronales de mi cerebro. Modificaron la sinapsis. Mi conciencia que primeramente se había rebelado ante la usurpación de sus funciones, acabó por recogerse en un rincón desde el que contemplaba impotente lo que estaba ocurriendo.
Los días se convirtieron en noches. Su llanto inundaba mi existencia y brotaba por mis lagrimales que habían dejado de obedecerme. Mi cuerpo entumecido se notaba pesado, oxidado, dolorido. Se movía cual autómata aquejado de un peso que habría hecho encorvar a Hércules. Deambulaba como una sombra tratando de ejecutar las órdenes que el nuevo juego químico, artificial y ajeno a mi cuerpo le dictaba. Y llegó un momento en que todo se mezcló. Llegó un momento en que asaltaron el rinconcito donde se había recluido mi pequeño y maltrecho yo y lo despedazaron fundiéndolo en un suerte de marioneta vestida de persona mediante un proceso químico endotérmico que me dejó helado desde entonces.
Los días seguían desaparecidos. Las noches seguían siendo un lapso de vivencia tortuosa. La comisura de mis ojos se había secado, desde luego, pero no era producto de un restablecimiento óptimo de funciones, sino de una nueva configuración de estado a-emocional.
Mi yo estaba desaparecido, pero había algo que seguía marcando el curso de mi seguir-existiendo. Algo ajeno. Alienación que posibilitaba que mi cuerpo se levantara. Que interactuara con el resto de sujetos que tenía a mi alrededor. La voz que emanaba de mi cuerpo en esas interlocuciones me era familiar, la notaba mía. No así la voz en off mental que se mantenía ocupada buscando nerviosamente en cada recoveco los restos de lo que yo había sido hasta entonces.
Desaparecieron muchos más aspectos de mi vida esos años que -parece ser- habían quedado supeditados fruto de una decisión correcta, a las meras necesidades básicas de supervivencia de mi cuerpo. La muerte de la risa, junto con las lágrimas, eran un precio a pagar irrisorio por el restablecimiento del apetito. La libido debió perderse también por el camino. Con la conciliación del sueño no supieron hacer nada. El desvelo y la vigilia se habían erigido como garantes de esa autoconservación vital. Y durante las noches embotaban mi cerebro en asuntos vacuos, atiborrándolo de contenido de usar y tirar hasta que el cansancio mental de estar consciente llamaba a un sueño ligero plagado de sombras siniestras, recuerdos mezclados y sueños de estar en la pesadilla de la consciencia.
Y aquel rol que parecía haberme sido asignado en el mundo social seguía sin verse claro. Aquel rol vendido de libertad (a la hora de escoger uno, no de inventar uno) seguía sin valerme. ¿Cómo podría algo valer-me si el pronombre personal adherido al verbo había sido despojado de identidad propia? ¿Qué sabía yo de mí? Yo había dejado de ser.

Eso creí que había pasado.

Hubo un momento en que supe que querrían forzarme a tomar partido de una responsabilidad que se presumía mía. Hubo un momento en que supe que me obligarían a que me levantara de mi rincón y me hiciera cargo del funcionamiento de un cuerpo que antaño reconocía como mío, quería y cuidaba pero que ya no era más que una suma de partes disfuncional que regía sus actos mediante una estudiada y cuidada mímesis.
Entonces me desdoble; creé una copia de lo que todos me dijeron que era, inscribí en su memoria la historia de mi vida hasta entonces y le di cuerda. Lo dejé en aquel rincón a sabiendas de su pronto secuestro y me escabullí por las últimas lágrimas que conseguí llorar.

Ahora todo eso ya ha pasado. Todo es una nebulosa lejana desde donde estoy.
No sé quién soy pero sé que no puedo saberlo. La conciencia de la infinita limitación de mi ser es mi nueva morada. Sólo la dejo para sumergirme de nuevo en aquella otra experiencia pequeña en la que habitaba. Siempre que vuelvo me inunda la melancolía y la compasión, pero antes de quedar atrapado por ellas, doy rápidamente más cuerda al autómata que dejé a cargo de todo y me vuelvo a observar desde arriba qué tal se las arregla.