domingo, 23 de agosto de 2015

Las semillas del huerto.

Y nos montamos por fin en el coche de regreso a casa. Odiaba tener que acompañarle en unas ocupaciones que él se había autoimpuesto porque era un buen hombre que prefería gastar el dinero familiar en un huerto plantado en un pequeño terreno heredado en lugar de en el bar. Eso es lo que me dijo mi madre cuando tuve un arranque de rabia contra él un año antes.
Y yo odiaba tener que acompañarle pero me sentía obligado a ello. Todos nos imponemos cosas a nosotros mismos; la libertad kantiana parece residir ahí: en una moralidad basada en la autoimposición de nuestras acciones. Porque, ya ves, a fin de cuentas no podía reprocharles nada a ninguno. Quizá sólo su indecisión (porque no creo que fuera fruto de un estudiado planteamiento) de darme la vida. Dármela y regármela con comida, techo, ropa y educación pública. ¿Cómo imaginar que tendría más necesidades? Si las tuve debió ser por mis aires de grandeza exacerbados. Y eso no estaba bien... Así que, mira, qué mejor que apagarlos bajo una infancia mediocre y una adolescencia terrible. A fin de cuentas ellos no habían decidido cómo yo debía ser, ni tenían responsabilidad sobre ello. A fin de cuentas sólo yo era responsable de ello y, supongo, de los traumas varios que se gestaron en silencio y que años más tarde tuvieron a bien aparecer en aquel momento en que sentí que me iba a comer el mundo y los días de perro habían quedado atrás.

No estaba muy lejos el cachito de huerto de nuestra casa en el pueblo de al lado. Pero todo trayecto en coche me proporcionaba un poco de paz. Al menos cuando mi padre tenía otras preocupaciones en la cabeza ajenas a mí. Esas veces la batería de canciones de KissFM (siempre las mismas) nos acompañaba. Y todo carecía de importancia de repente. El paisaje se desplazaba con rapidez a través de las ventanillas y la carretera con las canciones acompañándonos me producían la sensación apacible del nunca acabar. Ese momento podía dilatarse todo lo que uno quisiera. Pero como ya he dicho apenas si nos separaban seis o siete kilómetros de casa. Y como aún no he dicho pero sí he recordado, mi padre no tenía en mente otra preocupación que mi pequeña personita. Más pequeña que en los albores de mi vida. Nunca me había sentido más pequeño e indefenso. Y él estaba elucubrando planes para mí. Planes para sacarme del pozo en el que me encontraba y que él nunca se podía haber imaginado. Su empatía le permitió percibirlo pero ¡qué equivocado estaba en cuanto a su profundidad y procedencia! Si por algo se caracterizaba mi padre era por la ausencia de esa empatía en pañales que ahora afloraba. Le daban a uno ganas de llorar. A mí desde luego me dieron ganas de llorar. Me enternecían las palabras aisladas que pronunciaba una vez había apagado la radio -señal inequívoca de que serían unos pocos kilómetros horribles y sin escapatoria-. Me enternecían porque no eran más que la sombra de lo que su cerebro trataba de organizar en un intento por llegar a mí. Por escoger las mejores palabras que pudieran conectar con mi psique y entablar un diálogo real. Pero mi padre era muy, muy torpe con las palabras. Y era muy, muy torpe en cuanto a llegar a las personas. Y no por falta de interés, bueno, no lo sé. Creo que siempre ha sido porque el mundo exterior que le llegaba por los sentidos debía pasar primero por unas estructuras mentales del todo rígidas que él se había formado y que, además de distorsionar la realidad y amoldarla a ellas -como nos pasa a todos- le privaban de toda duda y cuestionamieto, lo cual le situaban en una atalaya de verdad -su verdad- de la que no podía bajar.
Recuerdo de pequeño cómo todo y todos en casa debíamos estar atentos a él, a cómo se había levantado ese día o cómo había venido de la calle o del trabajo. En función de sus modos toscos uno ya podía prever que algo le había agraviado y de ese modo teníamos que actuar en consecuencia. Manteniendo orejas gachas, mirada huidiza, y anteponiendo sus deseos a los de cualquiera para sofocar su temperamento y abortar cualquier conato de violencia verbal o física. ¡Qué sensación más rara cuando empecé a conocer y experimentar el mundo fuera del ambiente familiar descubriendo cómo había otras maneras de vivir! ¡Nunca me había planteado que pudiera haber otras! Y claro, uno compara, y la memoria que para nada es un amasijo de fotogramas estáticos, va transformando los recuerdos y uno ya no se puede fiar ni de sí mismo. Como tampoco puede evitar la frustración y el rencor que crecen como una llama alimentada por bocanadas de oxígeno a medida que uno se hace mayor.
Así que el bueno de mi padre, en su atalaya inexpugnable, atalaya sostenida por cimientos tan sólidos como pueriles, tan duros e indestructibles como escasos en contenido fruto de una vida simple, hacía vanos esfuerzos por llegar a mí. Y yo me entristecía al compás de sus balbuceos. Sentía un dolor muy palpable. Parecía llenarse de vigor a cada latido. Me dolían tanto sus buenas intenciones como sus nulas posibilidades de éxito. Pero me dolía incluso más esa vida simple que era la culpable de su asquerosa seguridad. De su seguridad fundada en la mentira. En la ignorancia infinita. Debería haber una frase antagónica a la solemne "Sólo sé que no sé nada". Mi padre parecía bañarse en ella. Su "sólo sé que sé todo" me daba asco y sólo parecía verlo yo.

Asco, dolor y pena se mezclaban a medida que llegábamos a casa. El nudo en la garganta sólo me dejó pronunciar algún que otro monosílabo manteniendo, sumiso, el hilo de conversación que él solito estaba creando y que yo no tenía fuerzas para sesgar. Y llegamos al garaje. Y el llanto latente amenazaba con desbordar el nudo que por más que intentaba tragar, se mantenía altivo. Y creo recordar que él decía algo sobre empezar una carrera técnica de tres años en la capital de la provincia. Era mucho más barato que estar en el "puto Madrid" que me había pasado por encima. Y ya está, y eso era todo lo que debía bastarme. Un titulito de aparejador y a casa por Navidad a disfrutar de los momentos en familia y bueno, ¡unas risas, y una fraternidad! ¡Y una fiesta luego el treinta y uno de mes con los amigos de siempre! ¡Qué idílico! ¡Qué fantasía, madre de Dios!
La verdad es que no recuerdo bien lo que yo dije. Me acuerdo de que lo que dije lo dije gritando furioso y con lágrimas cayendo por mis mejillas. ¡¿Y ENTONCES QUÉ?! ¡¿ENTONCES HARÉ CASITAS?! ¡¿HARÉ UNIFAMILIARES Y ADOSADOS?! ¡¿ESO ES TODO LO QUE DEBO HACER EN LA VIDA?!
Mi padre cambió el gesto y los modales dulces que nadie se había creído, ni él, ni yo. Y con su cara agria mucho más familiar me dijo que qué coño era lo que quería. Que qué era lo que esperaba yo de la vida. Que si sabía la suerte que tenía de que me pudiera pagar unos estudios...
Le dije que yo ya no esperaba nada. No le dije que estaba destrozado por dentro. No le dije que me pasé dieciocho años tras una mentira, con el anhelo de que todo cambiaría. Que todo empezaría a ir bien una vez saliera de ese agujero de la España profunda. Esa mentira me había mantenido con vida durante muchos años y qué cosas, se despeñó una vez me di cuenta de que el mundo no era como yo me había imaginado. Y yo me fui cabeza abajo arrastrado por ella. El pilar fundamental de lo que había sido mi vida malvivida tantos y tantos años hecho trizas y con él todo lo que yo era. Pero no le dije nada de eso a él. Sólo seguí llorando.
Él me miró con lástima y me dijo que estaba enfermo. Que era demasiado joven para estar así.
Y yo subí rápido a casa por las escaleras buscando frenético las llaves para abrir antes que él y dejarle con sus cosas. Al meterme en mi cuarto habría pasado todo y ya sólo tendría que hacerme frente a mí, sin explicaciones a nadie más. Pero no fue así. Tardaron un rato en entrar. (Rato que aproveché para hacerme un ovillo en la cama escuchando en bucle una melodía de Thomas Newman que tenía por nombre "Angela Undressed" por una película. Una buena película.) Pero entraron al final mi padre con mi madre -que actuaba doblemente: como contrapoder o como refuerzos según la ocasión-. Pero yo ya no tenía ganas de ¿hablar más? Les dije que me dejaran, por favor. Y mi padre empezó a perder los estribos porque -supongo yo- vio que sólo parecía a él importarle mi estado. Que le importaba más que a mí. Supongo que eso fue lo que le enfureció, mi aparente apatía que no era más que el único estado que se me ocurría decoroso en sociedad. Y aunque aún no lo sabía, estaba completamente en lo cierto; a nadie le gusta un lastimoso quejica sin brillo en la mirada al que reír le hace un daño físico.
El caso es que volví a gritar: ¡ESTOY MUY CANSADO! Esta vez sin rabia pero con todo el significado de la palabra 'cansado'. Creo que nunca había estado más cansado en toda mi vida. Lo dije sin rabia, ya ves, pero con el mayor desconsuelo que uno podría imaginar para alguien que nadando en la más espesa y profunda negrura, en la incomprensión más insondable, está cansado de vivir. Está solo. Siempre.