martes, 27 de octubre de 2015

De caminos y colores.

Y todas las canciones trataban de gente. De gente en relación con otra. Y todas las disciplinas antropológicas -es decir, todas las disciplinas-, versaban sobre el hombre.
Y parecía absurda la idea de posibilidad de cualquier otra que renegara de su misma idiosincrasia.
El yo diluido se dispersaba en el todo de las formas más sutiles e inconscientes posibles. Nuestra persona se despegaba de sí en pos de cualquier contingencia. Y hecha un caldo turbulento debíase aglutinar de nuevo de la manera más provechosa. Porque no sentía las canciones y ninguna disciplina tenía el menor sentido.
Un sonido ensordecedor bramaba de los adentros de aquel líquido; chocaba contra el mundo y su reflejo actuaba de sónar con el que por fin ubicarse. Pero el instrumento parecía atrofiado y sólo llegaba a él una reverberancia que todo lo distorsionaba.
Remolinos y oleaje rizado se formaban en su superficie como efecto de la pulsión interior.

En sus trayectos urbanos focalizaba en el horizonte la inercial intermitencia de los semáforos del rojo al verde. Deambulaba no viendo más que esa consecución de colores en la lejanía, de manera que su pupila difuminaba el gentío próximo a su alrededor.
Sombras oscuras a juego con el cielo plomizo de otoño.
Una canción en bucle le desconectaba de los sonidos mundanos y la atención en la repetición de la secuencia de notas y acordes le evadía de los fonemas de que se componía la letra. Sólo estaba su caminar de piloto automático y el parpadeo verderrojizo de su visión nebulosa.
De verde y de rojo también se vestían los recuerdos que se iban formando al compás de sus pasos. Recuerdos es lo único de lo que sabía alimentarse y eso le impedía generar ninguno nuevo. Así que su imaginación juguetona se entretenía poniendo aquí, quitando allá, un sin fin de matices que rescataba de un lugar donde no existía el color.

Personas y más personas. Y no había nada. Y tampoco había nada más.

La súbita consciencia de su aparente desconexión pareció más bien una broma macabra. El oxígeno no importaba si no había caricias. La sangre podía helarse si no había comprensión con un otro.
La vida se sostenía como por sí misma pues no había nadie al volante. Enfrascado buscando en los archivos hacía tiempo que pasaba los años el piloto. Papeles revueltos tirados por el suelo. Cintas de casette con la bobina por fuera y las puntas quemadas. Filme de película hecho ovillos en cada esquina.
Neurótico en su buscar, anotando cada dato que encontraba relevante. Escribía tan nerviosamente que no eran más que garabatos sin sentido a unos ojos que hubieran recabado en ello. Y mientras, las tripas revueltas. Dolor de cabeza...

Cada noche como en un cine se proyectaba la experiencia diurna vista de manera ajena. Analizaba los personajes y los notaba salados como palomitas de maíz. A veces se ponía aquello que pasaría al día siguiente y la película no era más que una sucesión de hipotéticos aconteceres. Escríbelos también no sea que pares por un momento a estarte quieto. No sea que por una vez te estés quieto para que veas lo que estás haciendo.

Las pupilas cansadas del mismo ejercicio hicieron huelga a la japonesa y se pusieron frenéticas a enfocar absolutamente todo cuanto pasaba. El mundo daba miedo. Tanta desconexión y de repente el mundo. Un mundo mugriento lleno de deficiencias y deficientes.

Y por fin la lluvia. Lluvia calando hasta los huesos. Humedad que helaba el tuétano. El despertar no se hizo esperar. Dagas de escarcha escarlata hacían jirones de su piel. Sangre brotando de cada hendidura. Y las personas, ya ves, sólo veían luces de colores.
Cada sentido tenía su tonalidad. Gama cromática encriptada a la espera de quien la pudiese descifrar. ¿Acaso tendría que ser yo quien lo hiciera? Yo ya no sabía nada.
Una a una había caído cada certeza en su caminar. Se movía a través de las ruinas que en otro tiempo le habían sostenido. Agarrábase a ellas destrozándose las uñas. Más abajo no había nada. Una nada atrayente y paralizante que más de una vez hizo de tormentosa calma terapéutica.
De afiladas aristas cortantes se había erigido el fundamento que debía haber bastado a cualquiera y que, sin embargo, no soportaba ya más.

Una sarta de mentiras bien constituidas formadas al calor de una cultura, un país, una familia...

Alienante sarta de servidumbre que aprisionaba el alma y la moldeaba a su antojo encorsetándola en el agujero con respiradero que tenía asignado por nacimiento. Y ya ves, la gente conseguía respirar. Pintaban durante su experiencia las paredes de vivos murales hechos con una perspectiva engañosa que les daba aparente profundidad. ¿Acaso era así como conseguían respirar?

En un delirio rabioso rasgaste tus paredes y viste el gris de los muros. La luz mortecina que provenía de arriba alumbraba la muerte en vida y te liaste a golpes revolviéndote en tu madriguera solitaria.
Ya no te quedaban uñas; en muñones sanguinolentos se habían convertido.

Ya sólo te quedaba tender el viaje hacia arriba buscando aquella pálida luz.
Ascensión ascética en pos de una catarsis que fundiera tu negro sobre el blanco,
y una vez grisáceo,
llorar desde el cielo calando las solitarias almas muertas desconectadas con la vida.















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