martes, 21 de julio de 2015

Putxet

Una ciudad infestada.

Amalgama de asfalto, cemento y vocerío mezclado con el ruido de bocinas y motores.

Soñaba con encontrar mi hueco propio tal y como cada uno parecía tener el suyo. Y no sé, parecía que no quedaba de eso.

Una ciudad atestada de individuos ausentes.

Los taxistas apuraban los últimos minutos de sueño antes de que la alarma del despertador les instara a arrancar su tan conocido vehículo y comenzar la jornada con una carrera rentable.
Los fruteros subían las persianas metálicas de sus establecimientos y se afanaban en mostrar su mercancía: productos frescos ricos en textura y color.
Jubilados y viudas echaban a andar con las primeras luces del día, ansiosos por salir de la prisión en que se habían convertido sus cálidos hogares. Antaño reductos de paz en la que guarecerse del mundanal ruido, se habían quedado vacíos de voces familiares, risas y llantos dulces de los que acompañan nuestras pequeñas vidas y sus avatares cotidianos. No eran más que esqueletos desnudos ahora; paredes, suelo y techo plagados de recuerdos mudos que sólo eran evocados por la memoria renqueantes de sus solitarios moradores.
Se estaba mejor fuera donde la vida parecía no haberse detenido todavía y el ir y venir de la gente les acompañaba secretamente. Paseaban con ojos vidriosos de tristeza y ternura que clamaban por algo de cariño y finalmente se contentaban con una charla liviana.
Fino y precario era el vínculo que les unía con un mundo que había cambiado demasiado deprisa y no había querido esperarles.

Mundo ajeno y alienante.

Tan hostil que producía heridas profundas e invisibles en el alma de las pequeñas sensibilidades que por decisión o incapacidad habían quedado al margen.

Plutones desviados del ritmo de la órbita general. Lejanos, fríos y oscuros siguen su propia marcha. A veces planeta, a veces asteroide. Socavados hasta las entrañas cual piedra pómez. Duros y muertos. Iluminados sólo por el brillo de los demás astros que aceptaron el orden del mundo para mantenerse equilibrados y calentitos.

Desde el árbol de aquella montaña todo parecía bullir.

Henchida de calor sofocante la ciudad latía exhausta.
A cada parpadeo empezaba a colapsar acompañada de la tenue luz del atardecer.
Laguidecía viscosa como una balsa de aceite cambiando de color según los rayos se iban recogiendo.

Sus habitantes de vidas importantísimas, llenas de un significado vacuo, proseguían con celeridad la cadena de compromisos que ellos mismos se habían esforzado tanto en creer realidad.

Finas y precarias son esas vidas que ojos llorosos de experiencia y soledad parecen los únicos que saben ver.
Miradas llenas de melancolía rememorando aquella vez en que todo tenía sentido y no había tiempo que perder.

Pues todo éramos nosotros.

Cuerpos hambrientos de mundo que aprendían con cada estímulo y bebían de cada efluvio rebosantes de vida.

Que nunca se imaginaban,
Que ellos no eran nada
Y ni siquiera importaba.

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